Por Juan Manuel Alfaro Castro

El 23 de marzo de 2019 no fue simplemente una fecha más en el calendario de Comondú; fue la noche en que la delgada línea entre la autoridad y la barbarie se rompió con estruendo. Aquel día, lo que debía ser un operativo para garantizar la seguridad ciudadana se transformó en el episodio más grave de violaciones a los derechos humanos que ha resentido Baja California Sur: el momento en que el Estado se coordinó para torturar.

No estamos hablando de excesos aislados de un mal elemento, sino de la utilización de la colosal fuerza del Estado con el propósito deliberado de destruir la dignidad humana. Bajo un operativo especial conjunto, elementos de la Marina, con control total sobre las fuerzas policiacas municipales y estatales, irrumpieron con violencia en domicilios y espacios públicos. El objetivo: privar de la libertad y castigar a 10 agentes de policía. ¿Su delito? «Andar de grilleros». Es decir, ejercer su derecho a la manifestación ante el arribo de mandos castrenses a la seguridad pública.

La brutalidad de los hechos revela una lógica de guerra aplicada a la seguridad civil. Las víctimas narran allanamientos, detenciones arbitrarias y tormento físico aplicado con bates de béisbol y ahogamientos en instalaciones oficiales. Se aplicó a rajatabla un juicio marcial de facto, lanzando un mensaje intimidante: nadie se puede oponer a los designios supremos del poder político, el cual utilizaba a las fuerzas armadas para apuntalar su proyecto de seguridad.

Resulta paradójico —y trágico— que mientras en la plaza pública se pregonaba el eco de un «gobierno humanista» y la estrategia de «abrazos, no balazos», en las celdas de Comondú se activaba la fuerza brutal del Estado para quebrar y humillar. El poder ejecutivo estatal, doblado de inmediato, rindió la plaza entregando la fuerza pública a la institución armada, la cual no dudó en aplicar la «mano dura» sin controles civiles efectivos ni protocolos transparentes.

Sin embargo, el horror del 23 de marzo fue solo el principio. Si la tortura es una herida, la impunidad es la infección que la mantiene abierta. A más de seis años de los hechos, nos enfrentamos a lo que solo puede describirse como una arquitectura institucional de la impunidad.

Esta estructura opera en tres niveles. Primero, el Ministerio Público, que ha renunciado a su función constitucional. No solo se niega a investigar, sino que frena diligencias esenciales como el Protocolo de Estambul y bloquea a los asesores jurídicos, actuando como un mecanismo de protección para que los mandos navales no enfrenten la justicia. Segundo, el muro de silencio de la Marina y las corporaciones policiacas, que niegan la entrega de información y cierran filas para proteger a los verdugos. Y tercero, un sistema de atención a víctimas desmantelado, sin recursos, sin comisionado ciudadano y sin mecanismos de reparación, dejando a los sobrevivientes en el desamparo y la revictimización.

La conclusión es inevitable: no estamos ante un accidente o una serie de fallas técnicas. Estamos ante un sistema diseñado para que la verdad no avance. Cuando la tortura involucra a las fuerzas armadas, se iza a toda asta la bandera de la impunidad.

Ante la gravedad de estos hechos, Baja California Sur requiere un cambio institucional profundo. El sistema actual no puede investigarse a sí mismo. Es impostergable la creación de una Fiscalía Autónoma Especializada en Tortura, con independencia real de los intereses políticos y capacidades forenses de alto nivel. Sin esto, sin una supervisión ciudadana constante y sin la voluntad de reconocer que el Estado torturó en un operativo formal, estaremos entregando a los victimarios un salvoconducto permanente.

Reconocer la verdad es aceptar una falla profunda en nuestro sistema de justicia, pero negarla solo perpetúa la herida. Un Estado que permite la tortura —o la encubre— no puede hablar de Justicia, mucho menos de Libertad. Comondú, y las víctimas que llevan seis años esperando, merecen verdad, justicia y garantías de no repetición.

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